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125 años de inmigración japonesa en el Perú: historia y recuerdos

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Cuando mis primos y mi hermano nos reunimos para comer en un día festivo, siempre nos acordamos de los sushi que nuestra “okachan” (así le decíamos a nuestra abuela japonesa) preparaba cuando éramos chicos y que devorábamos por rollos.

También recordamos que ella rallaba katsuo en una alargada cajita de madera cuyo nombre se me escapa.

Me sorprende cómo estos recuerdos mantienen su frescura, nunca envejecen. Nos contamos lo mismo siempre, y las sonrisas en todos nosotros lucen como la primera vez.

Cuando pienso en mi obaa (mi abuela por el lado materno), me acuerdo de los platos japoneses que preparaba con sus hijas (mis tías y mi mamá) para las misas, cómo se esmeraban y organizaban desde temprano.

Si bien eran ocasiones tristes (por la muerte de un pariente o el aniversario de un deceso), yo las recuerdo con gratitud porque se comía rico (tempura con camote, kamaboko, sushi, etc.).

En aquellos tiempos era raro comer esos platos; tenía que morirse alguien para disfrutarlos.

La “okachan” con su esposo y cuatro de sus hijos. Foto: archivo familiar del autor.

¿Por qué menciono a mis abuelas?

Porque es a quienes primero recuerdo cuando pienso en los 125 años de la inmigración japonesa al Perú, que se cumplen en 2024.

Sin embargo, durante mi niñez eran simplemente mis abuelas, las mamás de mis papás. No había historia detrás de ellas y sus paisanos (la única historia que conocía era la de las guerras y revoluciones que enseñaban en los colegios). No había barcos, no había viajes de 40 días atravesando un mar que parecía infinito para huir de la pobreza o la precariedad.

Tampoco había trabajos matadores para salir adelante en una tierra que podía ser hostil por los abismos culturales o la discriminación, ni saqueos a negocios que costaron tanto levantar, ni vidas de familias enteras destruidas por las deportaciones durante la guerra.

Eran señoras mayores que cocinaban muy bien, pero también personajes (así como mis abuelos, a quienes apenas recuerdo, pues murieron cuando era muy niño) de una historia para encuadrar cuyos testimonios de primera mano nunca recogí por falta de conciencia.

La segunda generación

En segundo lugar, para mí los 125 años son sus hijos, mis padres y tíos y todos los de su generación. Pienso en lo difícil que habrá sido para ellos crecer troceados en pedazos a menudo incompatibles, en fragmentos de identidad, con un pie en la casa japonesa y el otro en la calle peruana.

También pienso en lo doloroso que habrá sido que en la década de 1940 la gente te insultara cuando marchabas en los desfiles callejeros con tus compañeros de escuela, todos nisei, como me contaba mi papá, o lo agobiante que era andar con miedo a que otros chicos te pegaran si te cazaban en la calle, como le ocurría a mi tío, que caminaba siempre en modo alerta, casi adherido a la pared para no ser sorprendido por la espalda o eludiendo zonas minadas.

Pero también pienso en la suerte que tuvieron muchos comerciantes japoneses cuyas tiendas se salvaron de los saqueos gracias a que sus vecinos peruanos —solidarios y resueltos— salieron en su defensa.

Volviendo a los nisei, cómo no pensar en que a muchos —quizá la mayoría— la falta de recursos o la necesidad de mantener el negocio familiar privó de la oportunidad de llevar estudios superiores.

Chicos y chicas que solo estudiaron primaria para dedicarse por completo al trabajo en la tienda de los papás.

Mujeres que al acabar la secundaria querían ascender a la universidad, pero que se sacrificaron (renunciando a su educación para sumar brazos al negocio familiar) por sus hermanos varones, pues en sus tiempos la plata no alcanzaba para que todos persiguieran ser profesionales y se priorizaba que los hombres estudiaran.

Nisei que entregaron su adolescencia y juventud a la tienda o el restaurante de la familia para ganar el dinero necesario que permitiera que sus hermanos menores estudiaran en la universidad y se valieran de la educación como una catapulta para subir en la vida.

Mientras ellos trabajaban sin tregua o se enfrentaban —a veces a golpes— a clientes borrachos que no querían pagar su consumo, los menores universitarios, gracias a que sus hermanos mayores se partían el lomo, iban construyendo un futuro en el que otra vida era posible.

Tampoco fue fácil para los afortunados que ingresaron a la universidad, pues tuvieron que abrirse paso por sus propios medios, con padres que por sus limitaciones en el idioma español o los baches culturales no podían ayudarlos tanto como lo hacían los papás peruanos de sus compañeros de estudios.

La verdadera patria

El 125 aniversario son también los 35 años del fenómeno dekasegi, los miles de jóvenes sansei que al emigrar a Japón a fines de la década de 1980, en medio de una horrible crisis económica, perdieron el ascensor social de la educación; sin embargo, ganaron en capacidad adquisitiva y vivencias.

Fue un viaje a los orígenes para los hijos y nietos de los inmigrantes japoneses, una experiencia a menudo desestabilizadora pues acarreó el descubrimiento de que Japón no era la arcadia soñada ni la patria por fin abrazada, sino un país frío que les franqueó la puerta porque necesitaba mano de obra, no para acoger a una prole desparramada al otro lado del océano.

La patria real resultó ser —vaya certeza encontrada tan lejos, a miles de kilómetros de distancia— el país que habían dejado. Al final, Japón les quitó las vendas: no eran nihonjin, sino peruanos desde un matiz único: la nikkeidad. O peruanos a secas, sin añadidos.

Aportes y gratitud

Pensar en los 125 años también es recordar las contribuciones de la comunidad nikkei al Perú. Se podría hacer una extensa lista de personas que han engrandecido al país en una amplísima gama de actividades, pero mejor sería detenerse en las aportaciones colectivas, que no nacieron del talento o el trabajo individual, sino de la mancomunión de esfuerzos, de la voluntad grupal por hacer mejor a la sociedad peruana.

Allí están las grandes obras que la comunidad ha construido durante varias décadas para ofrecer buenos servicios en áreas fundamentales para la vida humana como la salud: el Policlínico Peruano Japonés, que lleva más de 40 años atendiendo a los peruanos, y la Clínica Centenario Peruano Japonesa, cerca de cumplir su vigésimo aniversario de funcionamiento.

El Centro Cultural Peruano Japonés (CCPJ) es un polo de cultura en Lima, un espacio de encuentro y difusión de las expresiones más elevadas de la creatividad y la sensibilidad humanas del Perú y Japón.

Su historia, de alguna manera, compendia la de la immigración japonesa al Perú. Comenzó con un despojo: la confiscación del colegio Lima Nikko, el más grande de la comunidad, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las autoridades peruanas tomaron represalias contra los japoneses y sus descendientes por su pertenencia al país enemigo.

Alrededor de 20 años después, en la década de 1960, en compensación por el latrocinio, el gobierno peruano donó a la Sociedad Central Japonesa un terreno sobre el que se erigió el CCPJ.

Centro Cultural Peruano Japonés, espacio de difusión de las expresiones culturales del Perú y Japón. Foto: Asociación Peruano Japonesa.

En resumen, una historia que se abre con una atrocidad cierra con una institución al servicio de todo el Perú (no solo de los nikkei), gracias a la decisión de un gobierno de resarcir a la comunidad y de esta de deshacerse de la menor partícula de revanchismo o rencor para mirar hacia un futuro común.

El 125 aniversario es también el agradecimiento de los miembros de una colectividad a un país que les ofreció a sus ancestros un nuevo destino lejos de la guerra o el hambre, materializado en obras como las mencionadas arriba.

Ese espíritu de gratitud lo expresaba de manera redonda el expresidente de la Asociación Peruano Japonesa, Augusto Ikemiyashiro, quien en una entrevista a Discover Nikkei dijo: “¿Por qué se ha hecho el Centro Cultural? En agradecimiento al pueblo peruano por haberlos acogido en el Perú”.

Luego añadió: “Hacemos todas las obras en beneficio de todos los peruanos. El Centro Cultural está al servicio del Perú. El Teatro (Peruano Japonés) está al servicio del Perú. La Clínica Centenario está al servicio de todo el Perú. Por eso tenemos acogida en el Policlínico (Peruano Japonés) todas las mañanas, la cola que hace la gente”.

Policlínico Peruano Japonés, más de 40 años ofreciendo servicios de salud en el Perú. Foto: Asociación Peruano Japonesa.

Un sentimiento de gratitud que su generación heredó de los issei. “Así es como nos han inculcado nuestros padres: saber agradecer”, remarcó.

También se puede decir gracias y hacer más grande —y feliz— a un país a través de la comida, y es aquí donde quizá la mayoría sitúa lo que mejor simboliza los 125 años: la cocina nikkei.

Mucho se ha escrito —y se seguirá escribiendo— sobre ella y este artículo no repetirá lo que se ha publicado hasta la saciedad, pero sin duda es la principal contribución de la comunidad a la riqueza y diversidad de un país en el que conviven —a menudo a trompicones— diferentes culturas y que encuentra en la comida uno de sus poquísimos espacios de unidad.

La comida cierra el círculo. Nunca falla.

 

© 2024 Enrique Higa

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Acerca del Autor

Enrique Higa es peruano sansei (tercera generación o nieto de japoneses), periodista y corresponsal en Lima de International Press, semanario que se publica en Japón en idioma español. Es coeditor y redactor de la revista Kaikan de la Asociación Peruano Japonesa.

Última actualización en julio de 2024

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