Mis abuelos, Tatsuzo y Kinu Wakabayashi, oriundos de Hikone-shi y Shiga-ken, llegaron a la ciudad de Lima mediante yobiyose, o llamado por otro inmigrante, establecido a inicios del siglo XX. Tuvieron seis hijos, mi padre Francisco Tatsuo, el mayor, y cinco hijas: Aiko, Laura Fusako, Isabel Shizuko, Rosa Sueko y Luisa Toshiko.
Según la usanza de los inmigrantes japoneses, mi papá y su hermana fueron enviados a estudiar al Japón, retornando al Perú solo él, ya hecho un adulto como Kirai nisei, es decir, sintiéndose más japonés que peruano. Mis otras tías se educaron en la Escuela Japonesa de Lima ubicada en el distrito de Jesús María.
Lo que extraño de mi infancia y adolescencia es la celebración del oshogatsu, o Año Nuevo, en mi casa. Un gran acontecimiento. Cada primer día del Año Nuevo lo pasábamos con los preparativos, las agitadas compras en las tiendas de comestibles japoneses de las colmadas calles aledañas al mercado central de Lima. Ingredientes como el konnyaku, similar a una goma hecha a partir de un tubérculo; kamaboko, un pastel de pescado con tintura roja brillante; kombu, un alga marina deshidratada nori, el alga marina procesada en láminas; kampyo, una viruta seca de calabaza; kyuri, un pequeño y crocante pepino japonés; mochi, un pastel de arroz glutinoso; aburague, un tofu frito; soba, unos finos y largos fideos; azuki, las judías rojas y productos locales como mamé o frejol, camarones de río, daikon, o nabo, entre otros.
El 31 de diciembre cenábamos con el menú de siempre, salvo el sobá oscuro en tsuyú, un caldo ligero, para asegurar longevidad durante el año que empezaba. Seguidamente, mi madre, Eiko Aida, junto a mi tía, empezaban a preparar los potajes durante toda la noche; la única de todo el año en la que se desvelaban no de fiesta sino cocinando.
El 1 de enero, temprano, la mesa se iba llenando de exquisitos mamé rojo y mamé negro para la salud y prosperidad, makizushi de los originales de antaño, sin extrañas fusiones; pavo al horno, kuchitoris con lazos de kombu, sekihan, el arroz al vapor rojo para festividades por excelencia, y camarones rojos con enormes tenazas como ya no hay; e iniciábamos una opípara primera comida del año descorchando un champán ofrendando al hotokesama, o pequeño altar, para proteger símbolos budistas y hacer el brindis general en unas copas que se utilizaban solo en esa ocasión, una vez al año.
Un ozoni, o sopa a base de caldo de gallina con aburague y mochi, con la sazón de Kansai, abría el suculento desayuno, y a continuación la familia en pleno, con los Oyichan en vida, papás, tía y nosotros, los tres hermanos, nos servíamos todas las delicias preparadas por estas dos entrañables personas que, sin duda, habrían dormido muy poco.
Mi papá, a continuación, salía a la tradicional recepción que ofrecía el Embajador de Japón en su residencia para saludar a los miembros de la colonia japonesa en general y de allí partía a visitar a familiares y amigos, en una lista fija e inalterada, compuesta por las casas de unos siete amigos y cinco familiares.
En cada una de ellas, era atendido con platillos similares a los que dejábamos en nuestra casa para atender a los mismos amigos a los que visitaba, y recuerdo sus comentarios, que en la casa de Don Kishiro Hayashi había kazunoko o huevas de pez volador, rojas anaranjadas y crujientes, traídas desde Japón, sin duda, un manjar que aún no he probado.
Lejos aún estaba la globalización y el whisky era un artículo de deseo muy costoso, y marcas que hoy son de categoría normal se convidaban a los visitantes como si fuera un licor de 18 años. Cada año, mi mamá y mi tía envejecían y lo mismo sucedía con las damas de las familias de los amigos con quienes se compartía las visitas de ida y vuelta, y así cierto año por algún motivo que no recuerdo decidieron, por consenso, no realizar la tradicional gira de visitas. Al año siguiente, ya no se realizó tampoco la extenuante tradición, y así fue que culminó aquel recuerdo imborrable.