Conocí a George Chinen cuando comenzaba mi adolescencia. Había nacido en el barco en el que su familia viajaba hacia Argentina, mientras ya navegaba dentro de la plataforma del territorio argentino, por lo que fue declarado ciudadano argentino. Su padre era Shigeo Chinen, miembro destacado de la colectividad nipona, proveniente de Okinawa, quien llegó a ser presidente de esa asociación, con conexiones sociales y políticas muy poderosas.
Su intensa vida social lo relacionó con personajes de la historia nacional e incluso bautizó a George por el rito católico, eligiendo como padrinos a quienes entonces eran las máximas autoridades del país: El General Juan Domingo Perón y su esposa, Eva Duarte. Recuerdo haber visto en su casa paterna varias fotos con destacadas personalidades del país. George se puso de novio con una de mis hermanas, con la que luego de un breve noviazgo contrajo matrimonio, celebrando su boda con una gran fiesta con más de doscientos invitados, en el gran salón del centro okinawense. Bellas damas luciendo kimonos, bailaron con elegancia al compás del samishen, para los recién casados.
Como teníamos una casa grande y mi madre ya era viuda, mi hermana y George decidieron vivir con nosotros. George, que era dibujante técnico, trabajaba en una fábrica próxima a nuestro domicilio, mientras mi hermana lo hacía en una localidad cercana. Él regresaba por la tarde de sus tareas y solía encarar cualquier arreglo en nuestra casa, pues era muy hábil y laborioso. Debo reconocer, incluso, que se ofrecía gustoso a brindarme su apoyo en mis tareas escolares, lo cual llenaba el vacío que mi padre había dejado.
Recuerdo que para mi clase de Geografía yo debía dibujar un mapa que copiaría de un libro y él, que era dibujante técnico, me ofreció su ayuda. Le conté que en el transcurso del año, debía copiar los mapas que figuraban en ese libro. Dos días después, los hallé todos sobre la mesa en la que hacía mis deberes, prolijamente confeccionados sobre papel de calcar… El tiempo pasó, mi hermana y él fueron padres de cuatro niños, con los cuales conviví y a quienes brindé mi atención y cariño.
Traigo a mi memoria un episodio, que lo destaca en su mejor expresión. Siendo ya adulta, adquirí una propiedad por intermedio de un banco que daba créditos baratos. Fui citada por esa entidad para concluir el trámite, como me era imposible ausentarme del trabajo, le pedí a George, quien ya tenía su propio negocio de tintorería que atendía junto a mi hermana, que fuera a hacerlo por mí. Por supuesto él accedió, con muy buena predisposición.
Estando ya en la cola del banco y a punto de ser atendido, escuchó que la persona que estaba delante de él, se desesperaba por no haber traído el dinero que le requerían para saldar la deuda. Sin dudarlo, luego de preguntarle si él también viviría en los apartamentos del mismo terreno que el mío, George le ofreció prestarle el dinero que necesitaba para hacer el pago que le exigían. El hombre se sorprendió mucho, pues no conocía a quien le ofrecía tan inesperada ayuda que por supuesto aceptó, emocionado. Luego de intercambiar los datos de su domicilio, se comprometió a devolverle ese dinero al día siguiente.
Tuve la oportunidad de conocer a ese hombre, quien estaba absolutamente agradecido ante semejante acto de confianza proveniente de un desconocido. No cesaba de contarlo a sus vecinos porque era una actitud tan noble que nadie hubiera podido imaginar.
Tiempo después, afectado por los efectos del tabaco, George falleció. Aunque no sea esta una historia de riesgos y desafíos, rescato los recuerdos de esa persona y su extraordinaria personalidad, a quien resguardo en ese rincón de la memoria para iluminar mis días y pintar con un arcoíris, ese tramo del camino que ya quedó atrás.
© 2019 Marta Marenco