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Kenzo Kobashigawa, el sensei de pasado dekasegi

Kenzo Kobashigawa recuerda sus 18 años de experiencia como dekasegi en Japón, país con el que se siente agradecido (Zoom).

Para los peruanos mayores de 45 años, 1989 fue probablemente uno de los peores años de la historia de su país, asolado por una inflación estratosférica que disparaba los precios de las cosas todos los días y el terrorismo que hacía de las calles territorio minado. 

1989 fue también un punto de quiebre en la historia de la comunidad nikkei. Si bien ya había peruanos trabajando en Japón, el éxodo despegó ese año. Fue una estampida. Parecía que se iba todo el mundo.

Uno de los miles de nikkei que migraron a Japón en 1989 fue Kenzo Kobashigawa. Tenía empleo en el área de cómputo de una empresa que importaba y vendía repuestos para automóviles, pero la hiperinflación convertía el dinero en ficción.

Tres años, se dijo Kenzo. Ese fue el periodo que se impuso como objetivo en Japón para trabajar y ahorrar. Una vez cumplida la meta, retornaría a Perú para invertir en el restaurante de sus padres, que necesitaba un envión económico para levantar cabeza.

Pero como la vida a menudo no entiende de planes, los tres años se multiplicaron por seis.

EL TREN NEGRO QUE NUNCA LLEGABA

Kenzo, durante su etapa dekasegi en 1990.

Su primera parada laboral en Japón fue una fábrica de tubos de escape y silenciadores en Kanagawa ken.

De aquella etapa inaugural recuerda entre risas el primer día de trabajo, cuando vivió una experiencia con la que muchos exdekasegi e inmigrantes en Japón se sentirán identificados.

Se suponía que un colega —también nuevo— y él trabajarían hasta las 8:30 de la noche (incluyendo zangyo) y retornarían con el resto de peruanos a la casa que compartían.

Sin embargo, por ser su primer día solo les permitieron trabajar ocho horas. Así las cosas, alrededor de las 5:30 p. m. —mucho antes de lo previsto— ambos salieron de la fábrica para tomar el tren que los llevaría de vuelta. Solos, sin nadie que los guiara.

Llegaron a la estación y recordaron la indicación del traductor de la agencia contratista, un brasileño que les dijo que tenían que subir a un tren de color negro. No rojo, aclaró. Fue enfático.

El problema era que todos los trenes eran de color rojo. La inquietud de ambos —dos personas recién llegadas a Japón, sin conocimiento del idioma— crecía mientras el tiempo avanzaba y ni rastro de un tren negro, qué raro. Así transcurrió aproximadamente una hora hasta que decidieron lanzarse a la aventura.

Se montaron en un tren cualquiera y haciendo memoria, intentando reconstruir el viaje de ida mientras se sucedían las estaciones, llegaron a la que les tocaba.

Luego descubrieron que el color negro al que se refería el traductor no era el de los vagones del tren, sino el del letrero situado en la parte superior que señalaba que el vehículo se detenía en todas las estaciones, a diferencia del expreso (con letrero rojo), que solo paraba en algunas.

Kenzo recuerda también que les pagaban el salario en efectivo, particularidad que engendró una insólita costumbre que hoy le hace reír. En su casa compartían techo once personas que no se conocían. Por precaución, andaban con el íntegro de su sueldo (200.000, 300.000 yenes) metidos en sus bolsillos a todas partes (la casa, la fábrica, etc.). Hasta que lo gastaban poco a poco o lo remesaban a Perú.

¿Un banco? Para un extranjero recién llegado era una entelequia. Si por desconocimiento del idioma tenías dificultades para tomar un tren o comprar alimentos, abrir una cuenta bancaria en Japón sonaba a colonizar Marte.

Sí, había un traductor que podía ayudarlos, pero debido a su ajetreada agenda, las largas jornadas de trabajo de los dekasegi y los horarios de los bancos que no coincidían con su tiempo libre era harto difícil.

Hasta que un día los astros se alinearon y acompañados por el traductor fueron a un banco, donde abrieron una cuenta.


LOS JAPONESES NO CONOCÍAN LOS APELLIDOS OKINAWENSES

Kenzo se adaptó rápido a Japón a pesar de la gran barrera que representaba su ignorancia del idioma. 

Como la mayoría de nikkei, vivió en carne propia la discriminación o el desdén de los japoneses, pero no le afectó mucho. Ya sabía más o menos qué le esperaba por la experiencia previa de uno de sus hermanos.

“Como nikkei al que todo el tiempo te han dicho que eres nihonjin, que vayas a Nihon y que no te traten como anihonjin, sino como a extranjero, sí choca, claro. Pero eso fue al principio. Después ya nos dimos cuenta ‘estos japoneses no saben nada’ decíamos nosotros, ‘por eso trabajan en una fábrica’. Así que no les hacíamos caso. Hasta que aprendes japonés”. 

Experimentó la ajenidad, el ser tratado como foráneo, aún a pesar de sus apellidos japoneses.

“Se les hacía muy raro a los japoneses pronunciar el apellido Kobashigawa. Me llamaban Kobayashikawa, Kobayakawa...Kobayashi también me decían. No podían pronunciar Kobashigawa. Entonces optaron por llamarme por mi apellido materno, que es Miyahira”.

El problema, sin embargo, no acabó allí.

“Tenía escrito en romaji ‘Miyahira’ (en el uniforme). Sin embargo, el jefe que yo tenía me llamaba ‘Miyahaira’ (se ríe). Yo le dije ‘yo soy Miyahira, es un nombre en japonés’. ‘Ah, ya’. Y venía (y decía otra vez) ‘Miyahaira’. Incomoda que no digan bien tu apellido, siendo un apellido japonés. Después te enteras de que no están acostumbrados a los apellidos de Okinawa”, explica.

Kenzo (en el círculo), con compañeros de trabajo en Japón.


APRENDIENDO NIHONGO CON DORAMAS

El plan de trabajar y ahorrar en Japón durante tres años se derrumbó cuando el restaurante familiar en Lima cerró por los brutales aumentos de precios. Sin negocio que los sostuviera, sus papás se mudaron a Nihon.

Con sus padres y hermanos en Japón, Kenzo ya no tenía casa para vivir en Perú. Además, el país aún sufría los embates del terrorismo. Puesto en ese escenario, decidió afincarse en la tierra de sus ancestros.

El nikkei llegó a un trabajo en el que era el único extranjero, hecho que lo empujó a redoblar su apuesta por el aprendizaje del idioma. Sí o sí tenía que dominarlo, no podía depender siempre de traductores, más aún considerando que Japón sería su patria definitiva.

Lo percibió con más claridad cuando su padre se enfermó. Kenzo lo llevaba al hospital y el médico le hablaba, pero no lo entendía. Entonces, combinando su “japonés machucado” y su “medio inglés”, le pedía que por favor le escribiera las indicaciones en un papel.

El nikkei volvía a su casa, cogía el diccionario y buscaba kanji por kanji para descifrar el significado de los apuntes del doctor. Así fue aprendiendo poco a poco.

Mejoró también gracias a los doramas que veía por TV. Elegía aquellos centrados en la vida cotidiana de los japoneses y donde sus protagonistas hablaban como la gente común.

Con estas series también se empapaba de las convenciones sociales en Japón, cómo se comportaban las personas en determinadas circunstancias (por ejemplo, en los velorios, cómo entraban al recinto, cómo saludaban, etc.).


DE VUELTA A PERÚ... ¿Y AHORA?

Kenzo conoció a su esposa en Japón. El plan de quedarse allá se mantenía, solo que ya no solo, sino con su pareja. Y habría perdurado si no le hubieran avisado que su hermano mayor, entonces en Perú, estaba enfermo de gravedad. 

Tuvo que regresar de improviso a Lima para acompañarlo. Poco después su esposa volvió y ambos se establecieron definitivamente en la capital peruana.

Era 2007. Habían transcurrido 18 años desde su viaje a Japón.

Ahora, ¿qué hacer en Lima? Comenzó a buscar trabajo y consiguió una plaza en el colegio nikkei La Victoria como profesor de nihongo.

Nunca había enseñado. “Fue más difícil que trabajar en Nihon”, dice. Entrañaba una gran responsabilidad instruir a niños y adolescentes. ¿Cómo llegar a ellos? ¿Cómo hacerse entender? ¿Cómo mantenerlos tranquilos?

Fue un debut no exento de situaciones embarazosas que hoy evoca con chispa, como cuando alumnos del último año de secundaria que habían crecido en Japón y hablaban nihongo le enmendaban la plana en la clase si cometía un error.

“Imagínate, sabían más japonés que yo (risas). Cada vez que yo hablaba algo raro, ‘sensei, así no se dice’, me corregían”, recuerda.

Tres años en La Victoria lo curtieron y en 2010 comenzó a enseñar en la Asociación Peruano Japonesa, donde hasta hoy se mantiene.

“Yo nunca pensé que iba a ser profesor. Nunca se me pasó por la cabeza enseñar, pero ahora no puedo dejar de enseñar”, dice sobre la vocación que encontró inesperadamente. 

“Enseñar japonés cambió completamente mi vida”, agrega. Le gusta sentirse útil, ayudar a sus alumnos, a quienes ofrece su Whatsapp para que le escriban si desean consultarle algo. Incluso responde a exestudiantes.

Una experiencia negativa en Japón influyó en su espíritu de servicio. Dice que una vez estaba en una estación de tren y que no sabía cómo llegar a su destino. Había unos peruanos que conocían el lugar y les pidió ayuda. Sus compatriotas, en vez de tenderle una mano, le dijeron que se las arreglara por su cuenta. Eso le dolió y se dijo que jamás actuaría como ellos. Si podía ayudar a otros, lo haría.


¿JAPÓN? CREE LA MITAD DE LO QUE TE DICEN

Kenzo Kobashigawa enseña japonés en Perú desde hace 15 años.

Con la perspectiva y la distancia que dan los años, Kenzo hace un balance de su etapa dekasegi: “Para mí fue muy bueno ir a Japón. Me ayudó bastante. Crecí emocionalmente,crecí como persona”. Además, aprendió a valorar más a la familia y a los amigos.

Ahora bien, haber sido dekasegi durante casi dos décadas lo ha inmunizado contra la idealización de Japón y los japoneses.

“Muchos alumnos me preguntan ‘¿cómo es Japón?’. Yo siempre les digo: ‘De todo lo que te digan, solamente cree el 50%’, porque tú no sabes con qué personas te vas a chocar. Sí, puede ser que te encuentres con japoneses muy buena gente, como quete encuentres con japoneses que te hacen la vida imposible. Igualito con peruanos que son muy buena gente y peruanos —o extranjeros— que se la agarran contigo”.

Luego añade: “Uno dice ‘los japoneses son buena gente’, pero a lo mejor te toca un jefe que es de lo peor. Hay de todo, pues. Antes nos decían que en Japón no hay delincuencia, no te roban. A mí dos veces me robaron mi bicicleta, en la puerta de mi casa. Hay carteristas también, no es que todo sea color de rosa en Nihon. Eso les enseño a mis alumnos: ‘Si quieren ir a Japón,vayan, pero no crean que todo es bonito’. Tiene sus cosas bonitas, tiene sus cosas malas”.

A Kenzo le chocó la frialdad de los japoneses. Sin embargo, los entiende.  

“La mayoría de japoneses son bien tradicionalistas (los jóvenes sí son un poquito más abiertos). Se cierran bastante en su sociedad. Ellos como que le tienen miedo a lo que no conocen. Si es un extranjero, no es que no le quieran hablar, sino que no saben cómo responder, cómo actuar con un extranjero”.

En todo caso, se siente agradecido con Japón. Primero, porque en Nihon conoció a su esposa. En segundo lugar, por el idioma japonés. “De eso vivo”, dice el sensei que jamás imaginó que llegaría a serlo y para quien hoy enseñar es casi como respirar.

 

© 2023 Enrique Higa Sakuda

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Acerca del Autor

Enrique Higa es peruano sansei (tercera generación o nieto de japoneses), periodista y corresponsal en Lima de International Press, semanario que se publica en Japón en idioma español.

Última actualización en agosto de 2009

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