Para ubicarnos en el contexto de esta historia, digamos que soy un producto sureño de Chile donde nací, me crié y en donde inicié mi ejercicio docente. Para entonces, dentro de esas latitudes (casi también en el presente) la realidad japonesa se constituía en una rareza y muy poco de esa rareza se mostraba al interior de nuestro hogar.
Mi ambiente de crianza fue definido por una madre dominantemente chilena que se manejaba acorde a las normas y costumbres aprehendidas en el seno de su familia y dentro de su comunidad pueblerina; pero, el poder de esta chilenidad se resentía curiosamente en nuestra mesa. El arroz blanco (gohan, su nombre lo supe mucho más tarde) acompañaba buena parte de nuestras comidas cotidianas y la fuente de las ensaladas ostentaba siempre un par de “palitos” fabricados con la madera del colihüe (bambú chileno) y del que, desde luego, tampoco sabía su nombre original. Lo extraño es que estos palitos sólo se utilizaban con las ensaladas pero para nada más. Según la explicación recibida, se usaban porque la madera no se oxidaba con el vinagre o limón, a diferencia de otros utensilios de metal.
Así, nuestra escasa cultura culinaria japonesa se limitaba a gustar del gohan y manejar con cierta soltura los ohashi. Como un adicional - por lo menos en lo personal - me acompañaba el conocimiento trasmitido por mi madre sobre unas bolitas de arroz rellenas con algas (onigiri), ración habitual de mi padre durante la guerra Ruso-japonesa. Tal hecho me asombraba por lo poco que le tocaba comer. Este recuerdo se vio fortalecido con la presencia de dos medallas guardadas en sus delicadas cajitas de madera y conservadas celosamente en el fondo de un baúl prohibido por años y años. Estas medallas las conocí por causalidad en alguna oportunidad – no sé cómo – y las pude tener en mis manos de niño en muda contemplación, llenándome de fantásticas inquietudes. Por lo demás, mi temperamento fuertemente introvertido no me permitía expresar mis inquietudes, mucho menos encausarlas hacia terceras personas de confianza - inexistentes para mí - o compartirlas con mis hermanos que no se interesaban por el tema porque, a diferencia conmigo, supieron adaptarse con bastante facilidad al ambiente netamente chileno que nos rodeaba.
Y así llegué a adulto, totalmente ignorante de la cultura japonesa, aun cuando lleno de indefinidas inquietudes que en mis momentos vacíos se encabritaban.
Al hacer de Santiago de Chile mi residencia por motivos laborales (esto es por los años ochenta) y, sabiendo de la existencia de una pequeña y dispersa comunidad Nikkei, tuve la oportunidad de relacionarme tangencialmente con algunos de ellos y, a partir de los mismos, asistir a una comida japonesa a beneficio de algo.
Desde luego, como en estos ambientes todo se da por conocido mientras no se pregunte, llegué a esta reunión como uno más y sin que nadie se inquietara por mi presencia. Y como tal me asignaron un lugar en una mesa colectiva en que seguramente sobraba un lugar, quedando rodeado de personas que no conocía pero donde ellos sí se conocían. Predominantemente se comunicaban en japonés y si hablaban español era para referirse a situaciones que me eran totalmente ajenas, especialmente relacionados con hechos familiares. Todo aquel discurso que había preparado cuidadosamente para darme a conocer cuando llegara el momento que me lo preguntaran, se escabulló para adentro y mi acostumbrado mutismo se aseguró todos los espacios. Sólo quería que esta experiencia terminara lo más pronto posible porque mi invisibilidad era manifiesta. Debí conformarme con poner cara de interés por lo que ocurría en lo inmediato para que al menos creyeran que me sentía parte del grupo.
Por fin, llegó la comida detrás de la cual podría esconder mi desazón. Venía en bandejas individuales. Otra sorpresa. No se trataba de uno o dos platos como en la comida chilena sino un conjunto de platillos heterogéneos que nada me decían pero donde se hacía notar un plato mayor conteniendo un conjunto de lengüetas de pescado crudo (sashimi) cuidadosamente ordenados. Se agregaba un pocillo tapado, una taza para el té, otro platillo menor vacío y en un rincón, dos escasas muestras de un molidillo: uno anaranjado y el otro verde. (por lo poco, lo relacioné con las bolitas de arroz que le tocaba comer a mi padre durante la guerra). A esto se agregaban pequeñas porciones de verduras fritas (tempura) y otras crudas. Por servicio sólo los consabidos ohashi. (Menos mal que sabía utilizarlos).
Esperé y observé. Es lo único que podía hacer. De hecho, alrededor mío no distinguí caras de desagrado y al parecer toda la merienda de la noche se ubicaba en estas bandejas. Y la espera terminó cuando se agregó a la mesa una tetera con oloroso té verde (ocha) y unas botellitas conteniendo salsa de soja (shoyu). Pero para mí estaba lejos de constituirse en una mesa bien servida. Inútilmente esperé que pusieran a lo menos sal, aceite, vinagre y limón. Para qué hablar de pan.
Fue un tiempo precioso que perdí en encontrar respuestas inexistentes porque, cuando volví a preocuparme por mis acompañantes, ya todos afanaban en desocupar sus respectivas bandejas con gran entusiasmo y contento. Especialmente los trozos de pescado crudo eran paladeados con verdadero deleite mientras hacían comentarios sobre ellos. Así supe que el atún estaba fresquísimo seguido del salmón, más comentarios sobre otros pescados que ya no recuerdo y dándole reconocimiento especial al pulpo que pude reconocer en mi plato y que, desde luego, también estaba crudo. Ahí pude saber que las porciones mínimas eran saborizantes, junto con el shoyu. También, desde luego, me quedó clarísimo que todo aquello se comía tal como salía del mar. Retrasé al máximo su ingesta picoteando lo que me pareció más inofensivo, después de constatar que no había un orden para servirse como en nuestra cocina criolla.
Así me terminé tomando la sopa que encontré en el tiesto con tapa (miso) y me comí parte de las verduras que en general se mostraban algo desabridas para mi paladar (sunomono).
Lo malo era que mi porción de sashimi se mantenía intacta mientras en las vecindades sólo les quedaba algo a los más rezagados. Mi temor al ridículo comenzó a tocar a zafarrancho sin saber qué hacer con ese montón de pescado que cada vez se me hacía más grande. Desde la infancia acudió en mi socorro la solución…guardármelos disimuladamente en el bolsillo como lo hacía con las rodajas de tomate de la ensalada que se negaban a pasar por mi garganta. Pero desde luego no era la solución. La única era servírmelo de lonja en lonja en cuenta regresiva y con cara de agrado, mientras presumía seguir interesado en la conversación general. Me llevé un trozo a la boca. Mi deseo de expulsarlo fue instantáneo pero antes de darle tiempo a estragos mayores me lo tragué sin pasarlo por los dientes. Seguí con otros que cambiaban ligeramente de color según la especie aun cuando todos formando parte del mismo suplicio.
Mi estómago también comenzó a darme avisos negativos. Era una situación insufrible, mucho más que ahora tenía la convicción que todos me miraban, cosa que antes no había ocurrido. Busqué respuestas nuevas. La solución estaba en cambiarles el sabor. Debía echar mano a los saborizantes. Deseché el rosado (shoga) porque no supe a qué atribuirlo y preferí el verde por lo familiar (Más vale diablo conocido que otro por conocer). Escogí una porción del alabado atún y lo cubrí con la mitad de la poca palta (aguacate) que me había tocado en suerte.
Pero la respuesta que recibí jamás fue la esperada. Mi cabeza entera se incendió internamente con llamas verdes. Un picor indescriptible se escapó de mi boca para pasar directamente a mis fosas nasales que pretendieron dilatarse como las de un toro enfurecido mientras diablillos furibundos me ensartaban miles de agujillas calentadas al rojo. Necesité hacer esfuerzos sobrehumanos para no lagrimear, mientras sentía que mi lengua se retorcía como un trapo al ser estrujado.
¿Qué pasó con el atún con wasabi? Simplemente no lo sé. Se supone que me lo tragué porque cuando recobré la plenitud de mi conciencia mi boca estaba vacía. Miré a mi alrededor y pude constatar con alivio que todo se mantenía como siempre, sin ningún cambio aparente y ninguna mirada dirigida a mi persona. Casi podía asegurar que nadie se percató de mi drama de duración indefinida. Recobré el aplomo. Sencillamente dejé de comer y no me importó lo que quedó en mi bandeja. Dejé de sentir el peso aplastante de verme solo, volví a sentirme seguro de mi mismo y casi feliz. Había superado exitosamente una prueba feroz echando mano al estoicismo casi mítico del japonés. Hasta sentí que podía parangonar mi hazaña con la de aquellos samurai del Medievo, que se imponían el harakiri en medio de una atmósfera llena de dignidad. Hieráticos, sin un gesto de sufrimiento, recibiendo con toda solemnidad la preservación de su honra.
Para vuestra tranquilidad puedo deciros que después de esa ocasión seguí consumiendo sashimi y desde luego – a esta altura – apreciando con placer la delicadeza y manifiesta gama de sabores que ofrece… Sólo el wasabi lo continúo utilizando con cuidadosa moderación.
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Nuestro Comité Editorial seleccionó este artículo como una de sus historias Itadakimasu! favoritas. Aquí están los comentarios.
Comentario de Alberto J. Matsumoto:
Un relato de cómo un nikkei de madre chilena descubre la verdadera comida japonesa. Su modo de redacción lleva a la imaginación de cómo va descubriendo cada secreto dentro de esa “incertidumbre”, por así llamarlo. Es un relato simpático y acogedor por cuanto uno es llevado a esos momentos en que Ariel experimenta esas sensaciones.
De todos modos, cada artículo es un recuerdo de sus abuelos o padres y en algunos casos una revaloración de esas costumbres y de esos platos hechos de manera casera con los ingredientes posibles que había en cada época. También, se puede percibir la nostalgia con que los primeros inmigrantes esperaban esas oportunidades de comer sus platos favoritos con ingredientes “Made in Japan”.
Comentario de Amelia Morimoto:
En primer lugar, el humor fino que encierra (la escena del wasabi ha sido muy frecuente en el Perú desde hace muchas décadas, cuando muy pocos conocían el sushi, pero que ya se servía en los buffets con invitados no nikkei) y que creo otros lo disfrutarán también. En segundo lugar, porque, entre todos, lo encuentro mejor estructurado y escrito.
Los artículos que nos han llegado, sobre Chile y Argentina, tienen un carácter muy íntimo, de hogares nikkei o japoneses, y eso - precisamente - los hace atractivos porque implica transmisión de cultura por la vía femenina sobre todo, de remembranza de las enseñanzas de abuelas y madres, y también de padres. Esa es otra cara de nuestras historias que se conoce muy poco.
© 2012 Arierl Takeda
La Favorita de Nima-kai
Cada artículo enviado a esta serie especial de Crónicas Nikkei fue elegible para ser seleccionado como la favorita de la comunidad.