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Jishuryo: Escuela Santa Beatriz aquellos tiempos de nuestra niñez — Parte 2

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Ilustración: Mercedes Nakachi Morimoto

Lea parte 1

En el colegio Jishuryo, las clases de la tarde no eran tan pesadas como las de las mañanas.  Usualmente tocaba hacer Educación Física, Religión, Inglés. Para las clases de Religión venía un padre americano de la Iglesia Maryknol. Recuerdo que cuando se volteaba hacia la pizarra para escribir algo, no faltaba que alguno de los niños hiciera alguna travesura o se distrajeran. El padre giraba rápidamente y, sin casi apuntar, le tiraba la tiza a la cabeza.

A veces había clases de IPM (Instrucción Pre-Militar) para los muchachos. Para esto tenían que ponerse el uniforme caqui de regla y les enseñaban a saludar, marchar, llevar un rifle y francamente no sé qué más.

Otra de las tareas de honor de los alumnos de quinto año era hacer la limpieza de los salones. Todas las tardes después de clases, los alumnos del último año, por turnos, barrían el piso, limpiaban y enderezaban las carpetas y las sillas, borraban la pizarra y sacudían las motas. Se subían sobre el dintel de los ventanales y los sacudían con energía. Lo tomaban en serio, pero se divertían haciéndolo. Nunca ví a nadie renegar o evadir la tarea. Los más pequeños observaban fascinados queriendo ayudar.

Los fines de semana, Víctor y sus ayudantes cubrían el piso de madera de los salones con petróleo (creo que era petróleo) que hacía que la madera se conservara intacta y se viera más oscura. Solo se enceraban la Dirección y el Salón de Profesores.

A la hora de la salida, Víctor se paraba en el portón.  Observaba qué movilidades ya estaban esperando y gritaba hacia el patio:

–¡Bernaola...! –y corrían hacia fuera todos los niños que iban hacia el Cercado de Lima y el Rímac.

–¡Fukai...! –y salían los que iban a Surquillo y Miraflores.

De vez en cuando la movilidad dejaba a uno de los niños que, distraído jugando, no escuchaba que habían llegado a recogerlo. O, a veces, los padres se demoraban en venir. Los dejaban jugar en el patio, pero cuando ya se hacía demasiado tarde, los llevaba donde Nakachi-san.  Allí se quedaban tomando lonche o haciendo su shukudai (tareas) hasta que llegaban sus padres.

Cuando se demoraban demasiado, los encontraban en el comedor alrededor de una gran pila de arroz ayudando a Nakachi-san y a su familia a quitar todo lo que debían hasta estar el arroz limpio. Era divertido hacerlo de vez en cuando, pero no todos los días.

Por lo menos una vez a la semana alguien se olvidaba de su cuaderno o del libro que necesitaba para hacer su tarea. La madre o el padre venía y pedía a Nakachi-san que, por favor, le abriera el salón de clase. Todas las llaves de la escuela colgaban de un clavo en una de las paredes de nuestra pequeña sala-comedor. Mi padre acompañaba a la compungida madre hasta el salón. La madre que no sabía cuál era la carpeta de su hijo, las abría una a una hasta reconocer sus cosas. Aliviada, tomaba el libro o el cuaderno y se inclinaba levemente agradeciéndole.

Ilustración: Mercedes Nakachi Morimoto

Varias veces al mes, la Directiva de Padres de Familia de la escuela se reunía en la noche, en el comedor, y pedía a Nakachi-san que les preparara algo especial. Mi padre se iba al Mercado Central y a la Calle Capón para comprar los ingredientes para prepararles comida japonesa. Le ayudábamos a cortar la verdura y la carne, o a enrollar el sushi, a ensartar el yakitori. Ayudábamos a Víctor a poner la mesa, pero solo él servía.

Ese día no podíamos dormir temprano y nos quedábamos hasta que terminaba la reunión. El placer de esas noches era que no teníamos que comer “calentados”. Comíamos gochiso, comíamos comida japonesa al “estilo Nakachi”.

El auditorio estaba entre el primer y el segundo patio. El gran portón marrón casi siempre estaba cerrado. En ese entonces me parecía inmenso y solemne. En una de las paredes colgaban las fotos de los fundadores de la escuela. Nos sabíamos de memoria sus nombres: Hajime Kishii, Nakataro Arai, Motozo Nonomiya, Chuzo Fujii. Adelante estaba el piano, a un costado de los taburetes que servían de estrado. Las bancas con respaldo eran de madera sólida y muy antiguas. Cuando el auditorio no se usaba, inmensas cortinas negras cubrían sus grandes ventanales. Entrar allí en la noche era sobrecogedor. 

En las noches las luces del primer patio se iluminaban cuando venían a practicar voleibol las jugadoras del club Santa Beatriz. Mi hermana Meche y yo nos sentábamos en las escalinatas de piedra del patio viéndolas jugar. Esto me llevó después a integrar el equipo de voleibol durante la secundaria en el Colegio María Alvarado.

Cuando había luz en el patio se iluminaba también el auditorio y podía practicar el piano con tranquilidad. Las otras noches, sin luz, el gran auditorio con cortinas negras cubriendo sus amplios ventanales, lleno de grandes bancas vacías, con un inmenso silencio que parecía atraer a esos fantasmas escondidos en la parte de atrás del cuarto de almacenamiento, hacían casi imposible poder practicar el piano con tenacidad y sin miedo. Si alguna vez tuve talento para tocar el piano, sin duda alguna, me lo fue quitando el no poder vencer el temor al ambiente oscuro del gran auditorio.

El auditorio también se usaba para los anuales chequeos médicos de los alumnos.   Esperábamos afuera e ingresábamos uno por uno, algo temerosos. Recuerdo un año cuando a mi hermana Meche no la pudieron hacer entrar por nada a su chequeo ni a recibir su vacuna.

Los grandes portones se abrían para la exhibición del concurso de pinturas y las manualidades hechas por los alumnos y, en julio, para el Gakugeikai (Festival de artes). Cada profesor preparaba a sus alumnos en bailes japoneses, peruanos, canto, recitación, obras de teatro. Y las madres se esmeraban preparando los trajes y disfraces. Todos venían a ver a sus hijos actuar o “desactuar”, pero contentos. Esto y el Festival Deportivo eran las celebraciones más grandes de la escuela, además de la Primera Comunión y la Clausura del Año.

Muchas semanas antes del Festival Deportivo ya estábamos ensayando. El festival se celebraba tradicionalmente todos los años en octubre. Nos dividíamos en Aka-gumi (equipo rojo con hachimaki rojo) y Shiro-gumi (equipo blanco con hachimaki blanco). Cada equipo ensayaba a tirar las pelotas en la canastilla de basketball, a tirar y jalar la soga, a la carrera en tres pies, a correr saltando dentro de un costalillo, salto largo, salto alto... Todos esperábamos ganar los premios e irnos contentos llenos de cuadernos, pañuelos, copas...

En octubre el segundo patio lucía diferente. Víctor y sus ayudantes habían apisonado bien la tierra del patio y habían marcado con tiza blanca todos los recuadros y círculos necesarios para cada carrera, juego o baile. Banderines rojos y blancos colgaban encima de todo el patio. Habían colocado toldos encima de las sillas, especialmente arregladas para los invitados de honor y los profesores. Los padres y los familiares observaban los juegos y animaban a sus hijos parados en la larga vereda del costado izquierdo del patio. Los salones de ese lado y del primer patio se abrían para guardar las cosas y cambiar de ropa a los niños que participaban. Nosotros nos sentábamos en el suelo, o en el caballo de madera, con nuestros uniformes de gimnasia y con nuestras binchas o gorros rojos o blancos, según el equipo al que pertenecíamos, gritando y animando a nuestros compañeros. 

El 29 de abril, en el cumpleaños del Emperador de Japón, se celebraba el Undokay (Festival Deportivo) de toda la Colonia Japonesa. Participábamos no solo las escuelas, sino todos los diversos clubes y agrupaciones prefecturales de la colonia. Para esta ocasión se seleccionaba a los mejores corredores de la escuela para participar en la posta contra las otras escuelas de la colonia japonesa. Siempre había rivalidad con la Escuela La Victoria y José Gálvez. Santa Beatriz tenía buenos corredores. Ganamos muchas veces, pero también perdimos, esperando poder ganar el siguiente año.

Cada año en el invierno la escuela hacía un paseo a Matucana. Esto era lo que más me gustaba. Después de amanecernos preparando los “obentos”. ¡Qué rico era poder acomodarnos en el ómnibus que nos llevaba hacia Chosica! Al comienzo del viaje me ganaba el sueño, pero al ir sintiendo el sol y ver el cielo azul, me despertaba y veía pasar las chacras y los campos verdes, las vacas pastando, los montes áridos. Pasábamos Santa Clara, Vitarte, Chaclacayo, Chosica y subíamos hasta un hermoso lugar en Matucana.

Llegábamos cerca de la hora del almuerzo. Cada familia o grupo escogía su lugar y se acomodaba. Pasando los árboles había un claro de piedras y de rocas muy cerca del río que bajaba de la Sierra con su aguas frías y cristalinas. Nos quitábamos las zapatillas y las medias y caminábamos en el río, buscando piedras de formas y colores especiales. Mientras jugábamos, algunos papás dormitaban a la sombra de un árbol o de una roca. A otros se les veía atareados acomodando, cuidando, organizando todo.

Con tristeza, pero cansados, regresábamos a Lima. Mis padres y Víctor tenían que acomodar todo. Felizmente ese lunes era de descanso.

Cuántas generaciones de niños pasaron por la escuela en esos años.  Hoy, mayores, con hijos y con nietos, estoy segura de que todavía recuerdan a Jishuryo y a mis padres. ¡Qué gran privilegio el de mis padres el haberlos visto crecer! Cuánta alegría he visto en los ojos de mis padres cuando alguien se les acercaba y con cariño le decía:

- Nakachi-san... ¿se acuerda de mí?

Por ese gesto y esa sonrisa....¡Muchas gracias!

Un agradecimiento sincero también, en nombre de mi padre y de mi madre, y de los 6 hijos (Masae, Meche, Toshi, Kenji, Chabuca y Sumi) que pudimos estudiar en Jishuryo cambiando nuestro futuro en el Perú.

 

© 2024 Graciela Nakachi Morimoto

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Acerca del Autor

Nació en Huancayo, Perú. A los cuatro años sus padres decidieron radicar en Lima. Estudió en la Escuela Primaria Japonesa Jishuryo y en el colegio secundario “María Alvarado”. Becada por el Randolph-Macon Woman’s College en Virginia (USA), obtuvo el grado de Bachelor of Arts (BA) con mención en Biología. Estudió Medicina Humana y Pediatría en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM) e hizo una Maestría en la Universidad Peruana Cayetano Heredia. Fellow en Pediatría en la Universidad de Kobe, Japón, trabajó como pediatra en el Policlínico y en la Clínica Centenario Peruano Japonesa. Fue pediatra intensivista en la Unidad de Cuidados Intensivos Pediátricos (UCIP) y jefe del Departamento de Emergencias y Áreas Críticas en el Instituto Nacional de Salud del Niño (INSN) en Lima. Es Profesora Principal de la Facultad de Medicina de la UNMSM. Aficionada a la lectura, música y pintura.

Última actualización en diciembre de 2023

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