Recuerdo que cuando era niña prefería las milanesas con puré a la comida japonesa, que mi madre preparaba diariamente, junto al omisoshiru que tomaba religiosamente mi padre y que nosotras, sus hijas, nos negábamos a tomarlo diariamente. Tal vez porque estábamos hartas de tomarlo siempre, o era una manera elegante de protestar. Ellos fueron quienes me inculcaron a no dejar nada en el plato y a agradecer la comida a diario.
En aquella época, comer comida japonesa sólo se limitaba al seno de las familias japonesas. Era impensable que un argentino carnívoro comiera pescado ¡crudo!.
Mi madre cocinaba pescado en todas sus formas, también hacía katsudon, oyakodonburi, siempre había algún tsukemono y, cuando teníamos visita, los platos eran un poco más sofisticados: chirashi zushi, sashimi, sukiyaki, etc. Para el almuerzo, cuando regresaba de la escuela, siempre había chahan - arroz salteado - con verdura, carne trozada mezclada con las sobras de la noche anterior. Comer a diario el chahan cansaba y celebrábamos con mi hermana cada vez que aparecía una milanesa, carne al horno o un ¡bife! en la mesa.
Los años pasaron, y en el Buenos Aires de hoy, existen decenas de restaurantes japoneses, desde los más tradicionales hasta aquellos lugares donde un japonés negaría que es comida japonesa. La palabra “Sushi” se ha occidentalizado de tal manera, que cualquier argentino puede degustarlo en un sofisticado restaurant o comprarlos en la góndola de algún supermercado. Y en estos últimos años, de la mano de niseis y sanseis, han abierto restaurantes que además del niguiri y maki ofrecen otras especialidades culinarias como el yakitori, udon y ramen. Y los niños y jóvenes nikkeis de ahora, gustan de la comida japonesa.
En las reuniones familiares de antes, era común que hubiera algun makizushi, chirashizushi, onitsuke, osekihan, y cada señora japonesa de la Asociación Japonesa tenía su especialidad. Mi madre, según recuerdo, dependiendo de la época, ya que cuando aprendía una nueva receta, lo repetía hasta hacerlo a la perfección. En ese momento ya estábamos cansadas de comer todos los días lo mismo. Así, era especialista en amanatto, karinto, kanten, etc.
Pero, actualmente, en las reuniones familiares o de amigos donde los isseis son la minoría, los comensales disfrutan la presencia de algún plato japonés. ¡A la mayoría le gusta comer comida japonesa! Y por supuesto, las que aprendieron a cocinar son las que llevan todo el aplauso. Cada familia nikkei lo prepara a su manera, según el paladar y enseñanza de la madre y/o abuela. En Japón, cada región, cada prefectura, cada pueblo tiene su manera de sazonar, de cocinar. Es lógico que aquí suceda lo mismo con las familias japonesas.
Quien escribe, recién en edad adulta, se reconcilió con los sabores del país de sus padres. Aprendió a comer pescados, a tomar misoshiru y recientemente a comer natto. Descubrió la comida de Okinawa, que difiere de la cocina de su madre, oriunda de Honshu, en la zona oriental de Japón, pero con toques de la zona central. Comprendió que para ellos era una forma de no olvidar y mantener lazos con su tierra natal.
Recuerdo que en mi casa siempre había algún invitado japonés: un tío soltero, un japonés casado con una argentina, etc que venía a saborear la comida de mi madre. Ella llegó a la edad de los 20 años a la Argentina a casarse con mi padre. Según ella, todo lo aprendió de Garin no obasan (la tía de Garín). Mi querida tía abuela a quien bauticé “baian” porque no podía pronunciar la palabra obaachan. Ella cocinaba siempre para un batallón de personas. En su casa trabajaban varios muchachos que venían de Japón a instalarse en la Argentina. Mi padre era uno de ellos. Así, “Garin no obasan” fue su madre postiza en la Argentina. Ella le enseñó a hacer maki sushi, inari sushi, onitsuke, udon, sekihan, karinto, kanten, yokan y por supuesto la milanesa y otros platos argentinos.
Recuerdo que a fin de año, en la casa de Baian de Garín, se realizaba el mochitsuki. Es decir, se preparaban los mochi a la manera tradicional. Los hombres eran los encargados de pegar con una especie de palo de madera al mochigome, que se colocaba en una especie de balde de madera llamado usu. Luego, las mujeres humedecían con agua para que no se pegue y daban vuelta la masa de mochigome. La acción se repetía hasta obtener una masa de mochi apto para comer. Así empezábamos el año, comiendo el oshiruko y el ozoni. ¡Cómo disfrutaba ver el mochitsuki ! Pero con los años, apareció la máquina para hacer mochi. Al principio, mi madre se quejaba porque no tenía la consistencia del mochi tradicional pero por cierto aliviaba el trabajo. Yo lamentaba la aparición de esa tecnología ya que no podía seguir viendo ese fantástico espectáculo.
Baian fue la inspiradora para que sus nietas, hace poco, empezaran con un nuevo emprendimiento de dulces. Ellas aprendieron de su madre y, su madre, de su madre, que fue “Baian”. Son la tercera generación de la familia. Hacen estupendos sushi, udon y se animan a cualquier receta. Estoy segura de que son las que van a seguir transmitiendo a sus hijos las cosas ricas que ella preparaba para su familia y amigos.
Así, Baian, sin querer, dejó un legado importante y cada Baian en la Argentina trasmitió un sabor nikkei, propio de cada familia.
En honor a ellas ¡Itadakimasu!.
© 2012 Mónica Kogiso
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