“Queríamos cualquier lugar de América para venir a vivir. Escuchamos cosas muy lindas de Paraguay”, dice Ryuichi Hashimoto.
“Había propaganda (en Japón) de que en Paraguay las tierras estaban baratas”, recuerda Kaoru Nishii.
Ambos son issei, zarparon de su país en la década de 1950 y forman parte de un grupo de inmigrantes que la Asociación Japonesa de Encarnación ha entrevistado para rescatar sus historias y con ellas la de su comunidad.
Relatos que la institución busca preservar y transmitir, construyendo una herencia para las jóvenes generaciones. Miran al pasado, pero también al presente y al futuro.
LA CALDERA, EL PRINCIPIO
Todo comenzó con —literalmente— un pedazo de historia. Un día, los miembros de la asociación hallaron una caldera en un área donde hoy funciona la escuela de idioma japonés.
El lugar en el que fue encontrado alojaba temporalmente a los inmigrantes recién llegados de Japón y la caldera se utilizaba para calentar el agua del ofuro. (El local que hoy ocupa la asociación perteneció a las instituciones encargadas de recibir a los issei en sucesivas etapas: la Corporación Pública del Servicio Emigratorio del Japón y la Agencia de Cooperación Internacional de Japón).
Sin buscarlo, habían hallado un tesoro, el último vestigio material de una época fundacional, una puerta a un pasado ancho en esperanzas y sacrificios, en incertidumbre y lucha por la supervivencia.
No era cuestión de sacarle lustre al objeto y guardarlo como una vajilla antigua. Era una reliquia, pero también una pieza viva, un acicate para la acción.
La caldera puso a la asociación en movimiento.
Primero, la trasladaron a un sitio más visible para exhibirla. En segundo lugar, repararon en la necesidad de crear un espacio para la difusión y valoración de la historia de los inmigrantes japoneses. Ese fue el primer esbozo del Centro de Identidad Nikkei Paraguaya, fundado en 2020.
Qué mejor que los mismos protagonistas cuenten sus historias, pensaron en la asociación. Y sobreponiéndose a las dificultades engendradas por la pandemia, se lanzaron a recoger testimonios como los de Ryuichi Hashimoto y Kaoru Nishii que reunieron en un documental publicado en su sitio web.
La inmigración japonesa a Paraguay se inició en 1936, antes de la Segunda Guerra Mundial. En la década de 1950 se formó una nueva ola migratoria. Con fotos y entrevistas, el Centro narra esta segunda etapa a través de los issei que ingresaron al país sudamericano por la ciudad de Encarnación.
TRAVESÍA POR EL MUNDO
La issei Sakae Oda recuerda lo dura que era la vida en el Japón de la posguerra. “Siempre faltaba comida”, dice. Con su familia se embarcó a Paraguay en 1957.
Kuniharu Gono, que viajó a América el mismo año, relata: “Nuestro arrozal quedó destrozado, y nuestros ánimos también. Ya no queríamos trabajar en el lugar, y fue cuando escuchamos de la emigración a América del Sur”.
En su caso, la despedida fue particularmente dolorosa. Originario de la prefectura de Hokkaido, en el extremo norte de Japón, ningún pariente pudo acompañarlo al puerto para decirle adiós, a diferencia de otros migrantes, escoltados por sus familias.
“No tenía a nadie. Realmente sentí mucha tristeza en ese momento”, rememora.
Para algunos el viaje, sobre todo para los chicos, fue una aventura. “Como era niño en ese entonces fue muy divertido viajar en barco, pero teníamos mucho miedo cuando había tormenta. Nuestra habitación estaba muy abajo, y veíamos el movimiento del agua del mar justo en nuestra ventana”, dice Hiroaki Sakanashi, que salió de Japón en 1954.
Otros como Naoshi Yomogida, pasajero del Argentina Maru en 1963, llegó a Paraguay a través del canal de Panamá. Aunque solo era un niño, se dio cuenta de que era “una gigantesca obra”.
En los viajes también había espacio para celebrar y mantener las tradiciones japonesas. Masuko Takimoto recuerda que se organizó un undokai en altamar. “En ese momento no se movía mucho el barco, y recuerdo que fue un hermoso día”, cuenta.
Para los inmigrantes, salir de Japón significó escuchar por primera vez idiomas distintos del japonés y descubrir a gente de otros grupos étnicos.
Ichiko Tanii, oriunda de la prefectura de Wakayama y pasajera del Chicharenga Maru en 1955, evoca risueña: “Lo más lindo del viaje fue un puerto llamado Puerto Elizabeth, antes de Ciudad del Cabo, en África. Realmente había hermosas flores. Mi hermana arrancó una flor y vino el cuidador para llamarnos la atención. Era un señor de piel negra y alto, al que al sonreír se le veían los dientes bien blancos”.
Paraguay no fue el primer destino de todos. Por ejemplo, Masuko Takimoto se estableció primero en Bolivia con su familia en la década de 1950, luego se mudó a Argentina y, finalmente, varios años después, en 1973, se trasladó a Paraguay, donde arraigó.
Los japoneses tuvieron un anticipo de la caótica situación en el subcontinente al que estaban migrando (revueltas callejeras, golpes de Estado, dictaduras militares, y más) antes de descender del barco.
Yoko Yomogida, que salió de Japón en 1955, recuerda: “Cuando llegamos a Buenos Aires, justo había una revolución civil en la época de Juan Domingo Perón, y no pudimos bajar en el puerto por unos días”.
Varios grupos llegaron a su destino a través del océano Pacífico, como el de Mitsuru Kumagai, que en el Brasil Maru en 1957 cruzó al mar Caribe por el canal de Panamá y pasó por Caracas, República Dominicana y Amazonas, entre otros puntos.
Otros siguieron una ruta distinta que incluyó a Okinawa, Hong Kong, Singapur, Islas Mauricio, Durban, Ciudad del Cabo, Río de Janeiro, Santos y Buenos Aires.
CONSTRUYENDO UNA VIDA EN MEDIO DE LA JUNGLA
Un personaje fundamental en la instalación de los issei en la ciudad de Encarnación fue Tanji Ishibashi, un inmigrante que había echado raíces en Paraguay en la década de 1940.
Tanji adoptó el nombre de Pedro, se integró a la sociedad local y trabó amistad con un personaje influyente en la ciudad, con alcances en la política, llamado Mario González.
Con su apoyo, don Pedro buscaba a los issei recién llegados en Buenos Aires y los acompañaba hasta Encarnación, donde los alojaba y alimentaba. Había onigiri y tsukemono para los recién llegados, platos que después de un larguísimo viaje sabían a gloria.
Más adelante, don Pedro facilitaba su transporte hacia las colonias, donde trabajarían las tierras.
Su hija Celina, la primera nikkei nacida en Encarnación, dice: “Yo creo que quienes vinieron primero como inmigrantes siempre se van a acordar de mi papá. Llegaron con sus cargas y no tenían a dónde ir, no había hotel, nada. Papá tenía un depósito donde guardaba las cosas, arroz, y ahí los metieron, no sé cuántas familias. Ahí les daban de comer... El arroz que comieron como si fuera por primera vez en la historia”.
Como muchos de sus pares en Perú, los inmigrantes en Paraguay no tardaron en descubrir que las cosas que les habían prometido no se correspondían con los hechos.
Les pintaron un país de tierras abundantes y fértiles, pero en realidad no todas eran aptas para el cultivo. Tuvieron que abrirse paso en medio de la jungla.
Para cuando —según los cantos de sirena que les endulzaron los oídos en Japón— retornarían “millonarios” a su país, los inmigrantes ni siquiera habían podido talar todos los árboles para acondicionar la tierra para el cultivo.
Aunque el trabajo era duro, tenían un gran aliado: la juventud. Estaban llenos de energía. Mieko Kumagai recuerda: “Nosotros trabajábamos todos los días, pero como éramos jóvenes dormíamos una noche y ya estábamos descansados. No sabíamos de la existencia de los domingos. Solamente cuando llovía teníamos tiempo libre”.
La única diversión para ellas, dice, era la costura.
Dejar atrás el empobrecido Japón de la posguerra no trajo consigo de manera automática la abolición del hambre. “No había nada para comer, ni siquiera verduras, pero como era criatura comía lo que me daban. Para nuestros padres habrá sido muy sacrificado conseguir y ver la alimentación en estas circunstancias”, rememora Aiko Kurosu.
Atravesaron muchas penurias. No había luz ni agua potable. Caían víctimas de los insectos. Para algunos fue demasiado y cayeron en la depresión, el alcoholismo e incluso se suicidaron.
Sin embargo, poco a poco, gracias a sus esfuerzos, los inmigrantes lograron hacer habitables y productivas las colonias, levantaron campamentos y después construyeron sus casas.
Todo lo hacían en conjunto, dándose las manos unos a otros en la edificación de sus nuevas vidas. Había mucha solidaridad.
Las mujeres no tenían los ingredientes que utilizaban en su país natal para cocinar, pero se las ingeniaban para preparar sus platos con lo que podían conseguir.
Ya asentados en el campo, los issei se dedicaron al cultivo extenso de soya, trigo o maíz. Hubo familias que abandonaron las colonias para mudarse a la ciudad, donde se dedicarían principalmente al comercio. Algunos inmigrantes montaron negocios que que hoy son exitosos.
Uno de ellos es el restaurante Hiroshima, nombrado así por la prefectura de la que era originaria la familia que la abrió. Su caso ejemplifica el trabajo tesonero que décadas después rinde grandes frutos. Los Oda se endeudaron para adquirir un local.
Toshiharu Oda recuerda: “Hemos pagado deudas durante 25 a 30 años, trabajábamos muchísimo para pagar los intereses, y seguíamos con deuda aún cuando nos mudamos al actual restaurante Hiroshima”.
Eso ya quedó en el pasado. Ahora es el turno de la prosperidad. “Creo que hoy tenemos todo porque hicimos ese sacrificio. Por fin, ahora ya puedo sentirme en tranquilidad plena y liberado de todos los sacrificios”, dice.
TIEMPO DE COSECHA
Una vez cubiertas las necesidades básicas, los japoneses se lanzaron a los brazos del entretenimiento. No todo podía ser trabajo—también había que practicar deportes (béisbol, vóley, tenis de mesa, sumo, etc.), bailar, hacer teatro...
Crearon equipos deportivos, grupos teatrales, y bandas de música; organizaron festivales culturales y campeonatos de deportes.
En 1961, tras varios años de reuniones, se oficializó la fundación de la Asociación Japonesa de Encarnación, que nació para mantener el idioma y las tradiciones de Japón, promover el desarrollo de los miembros de la comunidad y fortalecer la solidaridad mutua.
Dos años después, en cumplimiento de su objetivo principal, se creó el Instituto de Idioma Japonés. Su primera aula funcionó en el patio de una casa particular.
Desde entonces se ha fomentado activamente la práctica de diversas manifestaciones culturales de Japón, un trabajo continuo que ya en el siglo XXI hizo posible, con nuevas generaciones en acción, el nacimiento de grupos que tocan taiko o bailan yosakoi.
Hoy los nikkei gozan de una buena imagen en Paraguay gracias a “su ejemplo de trabajo, disciplina y tenacidad”.
Clave en ello ha sido la rectitud sin fisuras que los inmigrantes trajeron de su país e inculcaron en su prole. Lo explica Naoshi Yomogida: “Que sepan actuar como personas y no ocasionar vergüenza; es decir, ser personas que no sean señaladas con el dedo. Es el pensamiento unánime que me transmitió mi padre y nosotros a nuestros hijos y nietos”.
Mientras tanto, los paraguayos destacan su rápida integración a la sociedad local. “Los japoneses se mezclaron con nosotros como si fueran ellos paraguayos. En un año, un año y medio, ellos hablaban el guaraní”, dice Celso Silvero.
Por su parte, Víctor González aprecia la contribución de los japoneses al país: “Ellos vinieron a aportar, primero, su cultura. Muy importante. Segundo, ellos les contagiaban a nuestros paisanos paraguayos cómo se trabaja. Nuestros paisanos paraguayos aprendieron cómo hay que trabajar. Ellos han aportado muchísimo para nuestra economía acá en la región. La conducta de ellos, intachable”.
Fotos cortesía del Centro de Identidad Nikkei Paraguaya.
© 2024 Enrique Higa