Carta a mi nieta Karina y a mi nieto Cristian:
Son las dos de la mañana y en el silencio de la sala veo aún el árbol de Navidad con sus luces apagadas, rígidas y en notoria trascendencia, las bolas de colores tienen ese preludio de una nostalgia que aun después de pasadas las fiestas, la memoria tiene ese mágico encanto de disfrutar; la presencia de una niña de diez años y el travieso impulso de un niño de seis.
Hay un emblema del simpático Papá Noel que disimula entre sus barbas blancas aquello de que las fiestas han pasado y ya enero se va raudo por el camino del tiempo y de la soledad. Ustedes están en Sao Paulo disfrutando de las vacaciones. Háganlo bien, den amor, den cariño, sean obedientes y obtendrán mucha felicidad. Corran como el viento que nos da en la cara, en ese sublime beso que nos regala la edad infantil. En ese preciado enjambre de risas y palabras, de inocentes preguntas y respuestas que nos dan que hacer. Dibujen con el pincel de sus ojos el otro mundo de la familia, canten, si de disfrutar se trata, el colorido día que les regala la vida y, si se cansan, duerman, que hoy, mañana y siempre, el mundo será de ustedes, los niños.
Fue en octubre cuando Cristian, agarrándome de la mano, me preguntó:
—Abuelo, ¿por qué hay tanta tierra en el estadio?
—Por las obras, ¿no lo ves bonito?
Nos pusimos a conversar sentados en la banca del sendero principal. “60 años atrás…”, comencé a decirle, “todo esto era un terral, un campo de sembrío de algodón. No había casas ni edificios, tampoco pistas ni parques. Solo la tierra con surcos y la acequia que alimentaba con agua cada lugar donde una planta surgía en medio del sol o de la luna y en cada recodo que la esperanza forjaba su futuro.
Me preguntaste que quiénes eran los dueños y simplemente te contesté que todos. Hoy te cuento esa parte de la historia en donde un simple papel llenó de oro el libro que nos dejaron nuestros abuelos.
Fue el juego de naipes y el mahjong (juego de azar de origen chino) lo que dio inicio a un sueño de amigos. Y ese sueño anhelado era un lugar seguro donde se pudiesen reunir todos los nikkei. Un estadio propio. Y fue así como nació el Estadio La Unión (A.E.L.U.).
Ellos fueron los primeros que escribieron esta historia y con letras grandes por el valor que representan cada página escrita en cada generación que se vincula a la sana presencia del deporte. Señores: Tomeo Aoki, Yasuzo Goto, Ichizo Habaue, Kaoru Hirata, Kazunori Hirota, Akira Horiuchi, Ryoko Kiyohiro, Alberto Naoyuki Nabeta, Pedro Tomio Nabeta, Bunji Oashi, Fernando Kaichi Sakata, Wakamatsu Sakata, Chogo Soeda, Roberto Taninaka y Shotaro Yokoyama.
Después de aquello, todos en la colectividad pusieron su granito de arena. Unos con dinero, otros con tareas de limpieza. Fue un largo periodo de confraternidad, camaradería, voluntad y amor al trabajo comunitario. Y hoy, sesenta años después, tú y yo disfrutamos aquí sentados, en esta banca, la bondad, la humildad, la quietud, el bienestar, el regocijo y esa amistad que es el calor propio de nuestra colectividad.
—Abuelo, ¿y ese señor que viene a saludarte?
—Él es el presidente, viene a ser como el padre que se preocupa que todo vaya bien.
Cristian me agarró del brazo, se paró y me dijo:
—Abuelo, yo ya tengo un amigo y se llama Oscar.
—Es bueno tener amigos –le contesté–. Con ellos juegas, te diviertes y muchas veces te acompañas en esa soledad que nos da la primavera de la vida.
El señor Julio Gushiken (no sé por qué le dicen Pancho), presidente del AELU, venía de inspeccionar las obras. Era el día a día, que él pasaba por todas las instalaciones que tendrían una vista hermosa después de todas las obras concluidas. Nos saludamos con esa sonrisa que siempre lo acompaña en sus partidos de tenis, gane o pierda. Tenía la impresión de que el cansancio lo revitalizaba más en cada obra que él se dignaba presidir. Y recordé que fue él, el de la idea del shinnenkai que, año a año, nos da la grata sorpresa a los socios de la tercera edad, en una fecha propicia del primer mes de cada año. Gracias por esa gentileza para aquellos que ya estamos en la recta final.
Karina y Cristian, ustedes dos se fueron a los juegos infantiles a encontrarse con sus amiguitos. Me volví a sentar, como quien busca un pañuelo. Lo saqué del bolsillo, lo puse en mis ojos y, disimuladamente, sequé las lágrimas que el radiante sol me trastornaba. Al ponerme los anteojos sentí un ejército de hombres con trajes de faena, de señoras risueñas con ollas y onigiri, y de niñas y niños, muchachas y muchachos, que, entonando canciones, se dignaban a sacar las yerbas, recoger los musgos, juntar las piedras, emparejar la tierra, sudar de alegría y verter en los sueños cada tarea trabajada en “este inmenso campo que hoy de verde y de tribunas”, suele ser el más grande legado que nos dejaron nuestros abuelos y padres.
“60 años habían pasado las aguas, por debajo de los puentes”. ¡Simplemente!
Me levanté de la banca, erguí la cabeza, silbé un viejo y romántico bolero y me fui en busca de mis nietos.
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Nuestro Comité Editorial seleccionó este artículo como una de sus historias favoritas de serie Más Que un Juego: Deportes Nikkei. Aquí está el comentario.
Comentario de Mario Kiyohara Ramos
A través de su relato transmite a las siguientes generaciones (y para todos los lectores) no solamente lo dulce, solidario y humilde del origen de la Asociación Estadio La Unión (AELU), sino también de 60 años de crecimiento y modernización continua de sus instalaciones. El AELU es sinónimo del acompañamiento a la colectividad peruano japonesa en la segunda mitad de su historia, que el año pasado cumplió 120 años. Una historia de crecimiento y presencia importante en la sociedad peruana sin perder la esencia del trabajo común y casi anónimo hacia un mismo objetivo. En sus líneas el autor de la nota nos obliga de una manera sutil a ser los transmisores para nuestros hijos de los ideales y los valores que en su origen llevó a cada uno a poner dinero, a remover una piedra o colocar un ladrillo para construir un sueño que hoy nos llena de orgullo y satisfacción como comunidad.
© 2020 Luis Iguchi Iguchi
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