Cada mañana, desde mi balcón, la postal del AELU me abriga de esperanzas. El verde encendido de sus campos, la tonalidad de sus tribunas, el ensayo de sus carros en el estacionamiento, el silencio de sus aulas en el colegio y el recuerdo permanente de sus socios que partieron. Lejos, aún diviso las canchas rojizas de tenis, su larga entrada bordeada del fresco pasto de octubre. Ese histórico camino de tantas huellas de tenistas amigos, que hicieron de la vida mi pasión por un deporte y aun hoy, en el mirar del tiempo. Hay personas que dejaron recuerdos, hay actividades que no se olvidaron, principios que coronaron nuestras ideas y sueños de días que ya no volverán.
La casa aún es solitaria en el día festivo de jugarnos un partido de tenis. Así lo recordaba don Richard Fukushima, cálido, sincero y servicial. Tarde que llegaba y la música enka que comenzaba. El ritual de traer consigo el casete de su pasión por la música japonesa. Nos daba una enseñanza de que el cariño a nuestros abuelos comenzaba ahí, en hacernos recordar de que la Casa Linda era un inmenso estadio (AELU) nacido de sol en sol, de donación en donación, de visita a nuestra colonia japonesa en todos los rincones del país, del isei que apenas hablaba el castellano, pero tenía la voluntad de abrir su monedero. Y los pequeños en tiempos de limpieza de sacar la mala yerba y hacinando el reto de mantenerlo y permitiendo que la unión llegara con sus hijos y los nietos. Don Richard se pudo convencer, al final del camino, del cariño y de la cantidad de “sobrinos” que lo querían de por vida.
Hubo noches de valses criollos con olor a petróleo blanco y aserrín. Noches en las que las guitarras tenían nombre propio y pentagramas que bien valían la pena volverlas a escuchar. Y ahí, en el hall de nuestros recuerdos, donde tantas veces el viento en compañía de la tierra color arcilla, nos daban las notas de quien pudiera llorar y cantar.
Fermín Uehara, Luis Fukushima y Aurelio Nakasone formaban un trío dedicado a los valses criollos de los años cuarenta. Viejos, como muchos les decían, al entonar el vals de sentida letra, “Hermelinda”, o cuando alguien igual que yo nos daba enseñanzas de que Felipe Pinglo Alva aún vivía cantando de corazón sufrido “El plebeyo”. Y solo su recordado “El espejo de mi vida” me hizo ver que el vals criollo no tenía jamás por qué morir.
Hacíamos de las mesas una enorme hilera y encima de ellas, en el fuego y la pasión de las sartenes, nacía el sukiyaki. Manos divinas de nuestras señoras que jugaban al tenis, aquellas damas que se miraban furtivas en el rectángulo de las canchas, que se peleaban cada bola en un saque de primer nivel y que luego, mandil en pecho, llegaban al tie break del gusto, sabor y fuego de las cocinas.
Dorita Aniya, Isabel Furuya, Anita Duarte, Elsa Fujita, Carmencita de Oka, Shino Hiraoka, Sayo Ykeda, Vicky Kobashikawa, Namy Yrei, Rosa Kanashiro, Gori Oka, Vicky Matsunaka, Rosa Mayeshiro, Marilú Merzthal, Sachiko Mishima, Elisa e Isabel Moromi, Leonor Oka, Viviana Saito. En esa constelación, donde las jóvenes señoras aprendían de las señoras de más edad, el sukiyaki fue el fiel testigo en las noches frías de nuestro invierno y en la fina esencia de nuestro paladar.
Por el Día de la Madre pudimos concretar la compra de macetas y flores en Lurín con Víctor Ykeda, recordado “Chunchito” de nuestro entorno. Y simplificamos el retorno después de darnos un atracón de 800 gramos de chicharrón y diez panes con sus cuatro tazones de café. Solo los dos. Un glorioso y festivo día, tan especial que hasta el día de hoy siento el olor del almácigo y la tierra y la voz autoritaria de mi amigo decirme “Vamos, Huevito, que no me interesa hasta dónde suba mi colesterol”.
Y en el íntimo recuerdo de nuestras damas tenistas el fin estaba dado y la foto nos recuerda aquella toma de más de 20 años atrás. Aún permanece adormecida en nuestras pupilas y retiene un perfume tan inolvidable como aquel envase clásico llamado Chanel #5. Notas al viento en el lugar de los hechos. Y la imagen no nos miente, que la ausencia de muchos rostros conocidos, hoy ligadas al olvido, tienden a decirnos que la marcha es un fin y los recuerdos son los hechos.
El Tenis siempre tuvo lo suyo. En la forma más sencilla y quizá un tanto espectacular. Combinábamos el deporte con cualquier otra actividad. El canto fue y es nuestra pasión primaria, el baile simplemente fue decirnos “¿bailamos?” y fingíamos actuar a lo Richard Gere teniendo a Jennifer López en el momento de un bolero sensual. Pero fue el tango el que nos ganó quererlo aprender. Y Pepe Onaga con Laurita Shimazaki nos dieron el ritual de un “Caminito” que hasta hoy nos da tropiezos al caminar.
Dorita Aniya nos daba estampas de la sensual “Mata Hari”, subyugándonos con la danza de los siete velos, que hacía que su esposo, el doctor Julio Aniya, se quedara dormido en el quinto velo. Y solo el popular “Cucharita” agarraba su raqueta, conseguía su tarro, ponía su carnet en la primera cancha y les daba junto a tres amigos la faena que él más sabía hacer. Mirar la garganta como otorrino y jugar su partido de tenis hasta que la chicharra tocara su fin.
Es tan clásica la foto de la yunza como mis recuerdos de los corta montes de mi querida y añorada ciudad de Jauja. Aurelio Nakasone y su clásica botella de tapa voladora conocida como el champagne. Alegre, festivo y aviador de tierra. Era como le decíamos por su trabajo en Varig, línea aérea brasilera. Siempre se encontraba en el Tenis AELU con su “tocayo” Teodoro Aragaki, y un día yo le pregunté: “Oye, Aurelio, ¿y por qué tocayo?”, y me dijo “Luchito, ¿no te das cuenta de que somos los únicos que tenemos esos nombres? Aurelio y Teodoro. Y, como no hay más, pues nos hemos juntado los dos. Y, le guste a quien le guste, pues estamos ahí. Como tocayos y como cerveceros que somos”.
Los amigos, bien dicen, son como las canciones. Para todos los gustos. Y ellos lo fueron. Aurelio era del canto y la guitarra y Teodoro de los chistes y los sui kao. Un sábado, en el pequeño rincón de Edu, que parecía un mini restaurante, los dos tocayos y el resto de los hombres nos dimos un atracón de más de trecientos sui kaos. Fue una barbaridad que hasta hoy recuerdo y vuelvo a extrañarlos a los dos. Aurelio, con su guitarra y su voz grave, y Teodoro con su chispa en cada chiste contado. Dos amigos que partieron casi juntos por el camino hacia la eternidad.
Veintisiete años es toda una vida en el conteo de los cincuenta minutos que cada turno de cancha el Tenis AELU nos da para jugar. Su sonora chicharra, su panel de carnets, su cuarto intermedio, sus charlas primarias, sus mesas llenas de recuerdos, sus anaqueles de distintos maletines y bolsos, su camarín de sonoras carcajadas, los pisos de tierras rojizas, raquetas de conocidas marcas y el viento propio de una amistad que nace en cada campeonato en el que uno a de jugar. Aquello es el Tenis AELU, que viene a ser un segundo hogar y la culminación de un día de fiesta para celebrar.
Hoy, en el silencio de esta pandemia, bien vale la pena recordar, aunque las lágrimas nos vuelvan a brotar y nuestros sueños nos hagan suspirar.
¡He ahí una vida, feliz y bien vivida!
© 2020 Luis Iguchi Iguchi
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